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Las dos muertes del Rey

 

“Luchamos contra el rey para defender al Rey”. Este grito de guerra que los puritanos ingleses levantaron en el siglo XVII contra el rey Carlos I fue quizás la expresión más acabada de la constelación de ideas políticas que condensaba la revolución inglesa. A la misma constelación pertenecían las resoluciones del parlamento de mayo de 1642, que en nombre del rey Carlos I reclutaban un ejército para combatir al mismo rey, al que finalmente vencieron y ejecutaron. ¿Pero cómo es posible que se haya ejecutado al rey en su propio nombre y no en el de un poder de distinto origen? Esta aparente incongruencia, explicaba el medievalista Ernst Kantorowicz,1 puede ser comprendida si tenemos en cuenta la ficción en torno a la cual gravitaba toda la concepción político-jurídica inglesa. Esta ficción sostenía que el rey poseía dos cuerpos: uno natural, sujeto a los vaivenes de las necesidades y del mundo, e irremediablemente atado a la muerte; el otro, un cuerpo político y suprasensible, libre de la naturaleza y por ello de la muerte. Por esto la muerte del cuerpo natural del rey no implicaba la muerte del cuerpo político, sino su sucesión (Demise). No otra cosa promulga el grito “¡El rey ha muerto, larga vida al rey!”. La concepción revolucionaria inglesa no se apartaba un ápice de esta ficción, tan solo la extremaba: para salvar al cuerpo político del Rey se había vuelto imprescindible sacrificar su cuerpo natural. Por lo demás, es evidente que esta ficción no es otra cosa que la expresión del poder secular en términos cristológicos, es decir, en la doble naturaleza del Dios-Hombre. Expresión que, huelga decirlo, no era ajena tampoco a la monarquía papal ni a las demás monarquías europeas.

Este fundamento ficcional de los dos cuerpos del rey quizás pueda sernos de utilidad para comprender dos notables sucesiones que recientemente se han producido. Nos referimos a las sucesiones que resultan de las abdicaciones de Juan Carlos I al trono español y Joseph Ratzinger al trono vaticano. Lo primero que podemos notar en estas sorpresivas renuncias es que no se deben a la finitud o incapacidad del cuerpo natural del monarca,2 apartado del cuerpo místico para fortalecerlo con otro cuerpo natural, sino que, por el contrario, son los cimientos mismos sobre los que se sostiene ese cuerpo místico los que parecen estar en descomposición. Apenas la punta del iceberg: la crisis por la protección sistemática a curas abusadores de niños por parte del Vaticano y la descomposición de la “democracia” (post)franquista en el reino de España. Es decir, que es precisamente el contexto de crisis de legitimación en que estas sucesiones se producen lo que fuerza la muerte política de Juan Carlos de Borbón y de Joseph Ratzinger antes que su propia finitud natural.

De modo que lo que podemos ver en estas abdicaciones es algo así como el reverso de la trama clásica de los dos cuerpos del rey, pues en estos dos casos es el cuerpo místico el que se encuentra empantanado en la muerte, y la muerte política del cuerpo natural -la abdicación- se presenta apenas como un modo de prorrogar la descomposición del cuerpo político. La figura de Jorge Bergoglio como nuevo monarca del estado Vaticano nos muestra claramente esta inversión. Pues su cuerpo natural sostiene al cuerpo político en lo que tiene de más temporal: en su mera gestualidad. La figura del Papa como sucesor de Pedro solo sobrevive galvanizada por esa gestualidad que corre por carriles paralelos, e indiferentes, a la política papal, pues su intención única es ganar tiempo o “vida” para que el cuerpo místico del Papa (en franca descomposición) desarrolle su impertérrita política.

Pero si nos remontamos más allá de esta “tenebrosa Edad Media” la cosa no cambiará sustancialmente. Pues las sociedades modernas prolongan por otros medios estos dos cuerpos (y sus dos muertes): el Estado prolonga el cuerpo místico o político; el Mercado, el natural. La muerte del cuerpo místico del soberano es esencial a la despersonalización de la dominación, tal como el aparato burocrático estatal y el capital la ejercen. Esta despersonalización implica que sea la muerte el espacio común entre el Estado y los ciudadanos. Hegel lo supo con claridad; vio que el reconocimiento del ciudadano por parte del Estado no puede darse en lo que aquel tiene de cuerpo vivo, irreductible y único, sino que debe darse de un modo universal, y lo universal no intima con la vida -que es siempre particular-, sino con la muerte: el estado reconoce al ciudadano en esa muerte que cada cuerpo adeuda, en el muerto que lleva sobre sus hombros. (Se nos objetará que la biopolítica es la administración de los cuerpos vivientes. Pero esto no es exacto, pues lo que “administra” es lo que cada viviente tiene de muerto, no solo potencialmente, sino en esa muerte pequeña y cotidiana que llamamos inercia. Es por esto que el Estado cuando no mata convierte en “víctima”).

Sin embargo, existe una forma de administración de la muerte que es mucho más extrema: el mercado. Como ha explicado Marx, en el mercado son los objetos, el trabajo muerto, quienes parecen relacionarse entre sí como personas y las personas quedar reducidas a meras cosas. El capital devenido maquinaria, (automatización, robótica, etc.) subsume crecientemente al trabajo vivo, a los cuerpos, como un mero apéndice suyo: insignificantes latidos vivos en una inmensa maquinaria muerta. Es decir, que tanto las esferas de la economía como de la política deben, para existir, poner afuera la muerte que ellas son. Toda política estatal o mercantil es por definición una tanatopolítica.

Por esto una política de vida, que amplíe la potencia de los cuerpos, debe evitar ser captada entre esos polos de muerte, tanto en su forma de resabio medieval con las dos muertes del rey, como en su forma moderna con las que nos dan el Mercado y el Estado.

 

Notas

1. Ernst Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey, Madrid, Akal, 2012.

2. Basta el recuerdo del decrépito cuerpo de Karol Wojtyla (Juan Pablo II) para desestimar el argumento de Ratzinger, que adjudicaba su renuncia a lo avanzado de su edad y no a la crisis del Vaticano.

 

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Articulo publicado en
Julio / 2014

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