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Sobre el secreto y el poder

 

Fausto: Pero preferiría estar ahí arriba.

 (…) se deben resolver muchos enigmas.

Mefistófeles: Pero también se formarán otros nuevos.

 

J. W. Goethe, Fausto

 

 

El ser humano es el único animal con secretos; si incluyésemos animales mitológicos, apenas podría la Esfinge engrosar este ralo catálogo. Se nos objetará que las madrigueras y los nidos ocultos, la acechanza del predador o el silencioso veneno, sean también modos del secreto. Pero esto no es más que una superficial apariencia, pues el escondite animal es unidimensional, sólo intenta mantener algo alejado de alguna acción posible, evitar la fuga de la presa o el ataque del predador. En cambio el secreto propiamente dicho, es decir humano, es de un orden diferente. En primer lugar, podríamos diferenciarlo de estas formas animales por el doblez de su complexión: en el secreto no se trata sólo de esconder, sino de mostrar que algo se esconde. Para decirlo con Benjamin, “esconder quiere decir dejar huellas”. Algo que se ignora, entonces, no es propiamente un secreto hasta que alguien sepa que ese algo le es sustraído a su conocimiento por alguna voluntad.

El secreto supone siempre a otro. Quien intente guardar un conocimiento poseído en soledad no tiene aún un secreto. Pues ese conocimiento no será un secreto en virtud de su “soledad”, sino de los esfuerzos por esconderlo. Un conocimiento oculto deviene entonces secreto a través del miedo a traicionarse a sí mismo de quien lo posee: aquél que guarde ese conocimiento doblará su atención por no develarlo y se cuidará en todo momento de que “nada se le escape”. Pero podríamos preguntarnos por qué algo habría de escaparse. Este suponer que un conocimiento tenga la voluntad de escaparse -o cualquier otra- ¿no implica un tipo de fetichismo injustificado? Si miramos detenidamente veremos que no, pues no es el conocimiento quien tiene tal voluntad, sino el secreto, es decir esa actitud humana de esconder un conocimiento. Y es entonces en esta actitud de esconder que el secreto supone a un otro. Quien guarda un secreto involucra a los demás, es decir a todos aquéllos que no deben conocerlo; los incluye en su interior y los cobija junto a su secreto. Debe conocer cada forma de la delación para evitarla, así como debe conocer a la perfección su secreto para callarlo. En su fuero interno revelará su secreto, a fin de no hacerlo en foro externo; será la fuerza de su voluntad la que mantenga separados el mundo interno del externo, si fallara en tal empresa su corazón lo delataría.

Pero ésta es sólo la cara interna del secreto. Aquí el otro constituye apenas una imagen internalizada. La forma real del secreto es su cara externa, en la que el otro es una presencia irreductible. Existe entonces una doble tensión en el secreto. Por un lado la tensión imaginaria, interna, que hemos visto como ese “miedo a delatarse” de quien guarda un secreto, y en la que la relación con el otro es sólo imagen. Por el otro lado tenemos la relación de la cara externa del secreto con la presencia real de los otros: la intriga que cautiva a quien intenta develar un secreto. Esta tensión constituye la segunda determinación del secreto: la energía. La energía del secreto es entonces la intriga que causa en los otros. Esta energía es proporcional a la creencia en la posibilidad de develar el secreto; mientras más cerca se crea estar de develar un secreto mayor será su energía, es decir, la intriga que cause.

Es por ello que el secreto deberá caminar siempre por el vértigo de las cornisas: cuanto más se acerque a su verdad, mayor será el riesgo de ser develado; si en cambio se aleja demasiado podrá asegurar su verdad, pero al precio de ya no producir intriga, y entonces perderá su energía. Pero, ¿qué significa que un secreto no cause ya intriga? Pues que simplemente deja de importar. Y esta importancia del secreto es precisamente su núcleo último de significación: el secreto existe en tanto importa, perder su importancia, para un secreto, es desvanecerse en el aire.

Ahora bien, aún queda por saber qué implica esta dimensión del secreto que hemos llamado su importancia. Habíamos visto que la importancia se manifestaba en la cara externa del secreto, es decir, en la presencia real del otro y en su tensión por develarlo. Esta dimensión nos da entonces la pauta de que la determinación más profunda del secreto se reduce a una relación entre sujetos: uno “muestra que esconde”, otro intenta develar lo escondido. Podríamos, a partir de esto, afirmar con Canetti que “el secreto se encuentra en la médula misma del poder”. No por la pueril afirmación de que todo secreto implica poder, sino porque todo poder que se instaura debe hacerlo escondiendo la desnuda violencia de su origen, es decir, hacer del enfrentamiento en que se formó un secreto. Esa violencia escondida en cada uno de los dominados deviene entonces terror, es decir, la forma secreta en que esa violencia se muestra ahora escondida.

Así, desde las religiones mistéricas como forma de poder sacerdotal a los panfletos antisemitas de la policía secreta del Zar y sus adjuntos pogromos, o desde los ritos secretos de iniciación del poder patriarcal primitivo hasta los “servicios secretos” de las doctrinas de “seguridad nacional”, las estructuras de poder se han fundamentado -y lo siguen haciendo- en el secreto, es decir, en la transformación de su propia violencia en terror.

Pero estos secretos que instituye el poder, sin embargo, no son sino la cara externa del secreto. Cáscaras vacías que se reducen a la nuda relación de poder de la violencia que los instituye como secretos. Mostrando sugerentes sus velos y transparencias, los secretos que instaura el poder emulan entonces al enigma en su vocación exhibicionista. Pero con una fundamental diferencia: no tienen nada que revelar; debajo de cada velo hay otro. A diferencia del enigma, que al revelarse revela una verdad, lo que esta forma externa del secreto que el poder instituye esconde detrás de sus velos, es siempre otro secreto. Entonces, como mercancías, se ofrecen en el vértigo incesante de su equivalencia, es decir de la repetición cuantitativa de su valor. Su valor de uso se disuelve así en valor de cambio, pues esconden sólo lo que muestran: la violencia de su formulación. Las suyas no son esfinges melancólicas que opten por el suicidio si les descubren su secreto, pues lo único que esconden es la muerte que dan a los otros. Estúpidas y malignas, saltan de secreto en secreto sin escuchar respuestas. Por ello es válida y terrible para estos secretos del poder la advertencia de Mefistófeles sobre los enigmas: cada secreto develado no es sucedido por un conocimiento, sino por un nuevo secreto. Pues esos secretos del poder no esconden nada, más que el ejercicio de muerte que ellos son.

Es por esto que el contra-poder que deberán construir las grandes masas de oprimidos, antes de que el capitalismo se auto devore -y a nosotros con él-, tendrá que tener otra lógica que la del secreto. Pues el contra-poder no debe ser la opuesta simetría del poder, sino su radical aniquilación. Correr detrás de los “secretos” que el mismo poder se encarga de develar, para formar otros nuevos, es entregarse inermes a su lógica. Pues no se trata de que las grandes masas de la humanidad tomen conciencia de que son explotadas, sino de que sientan que pueden dejar de serlo.

 

Cristián Sucksdorf

Lic. en Ciencias de la Comunicación y doctorando en Filosofía

csucksdorf [at] hotmail.com

 
Articulo publicado en
Noviembre / 2011

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