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Tiempo libre para comprar

 
(El consumidor consumido por las mercancías)

(Caminando por la calle observé el cartel de una propaganda de alfajores. Un dibujo mostraba un enorme alfajor mordido que simulaba una gran boca mientras al lado la figura de una persona lo mira sorprendida. En un costado un epígrafe decía: “A ver quién come a quién”. Lo que se quería señalar es que el alfajor en cuestión era tan extraordinario que lo elije a uno para comerlo. Es decir, uno no come un alfajor es este quién lo come a uno. Evidentemente podríamos trasladar esta situación a la mayoría de los productos que se ofertan en el mercado del actual desarrollo capitalista.)

El fetichismo de la mercancía es un concepto clásico de la economía política elaborado por Marx en su obra El capital. Este refiere a que en el capitalismo la mercancía se transforma en una pura representación que supuestamente tiene valor por sí misma según el valor que le asigna el mercado. De esta manera la mercancía aparece como un fetiche que niega el carácter auténtico de ser un valor creado por el trabajo humano. Es la autentica naturaleza de la mercancía como resultado del trabajo social lo que queda en secreto y a la vez se hace visible al aparecer como ajeno a los seres humanos con un valor de dinero en el mercado. Desde esta perspectiva la lógica del capital se opone a la lógica social. Es decir la lógica del capital pone lo social a su servicio.  Este valor de la mercancía como representación es lo que queremos destacar por los efectos que produce en la subjetividad. Por ello afirma Marx: La producción no produce un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto
La cultura actual se presenta como hedonista y permisiva convocándonos a disfrutar. Esto es lo que vemos en la publicidad de cualquier producto y los medios de comunicación. Sin embargo paradójicamente cada vez hay más reglamentaciones que supuestamente favorecen nuestra salud: prohibición de fumar, restricciones a la comida, ejercicios físicos obligatorios, consumo de determinados medicamentos, etc. El estar bien no surge de nuestro deseo sino que parte de un mandato de la cultura dominante sostenido en el miedo que provoca nuestra propia finitud. Freud denominó este mandato con una instancia psíquica: el superyó.
El superyó es social. Veamos su desarrollo. El niño es un ser pulsional que va descubriendo el mundo que lo rodea. Es en este proceso donde los padres le trasmiten las primeras reglas de convivencia humana. Al inicio el superyó es representado por la autoridad paternal que acompaña el crecimiento del niño con pruebas de amor y castigo generadores de angustia. Luego cuando el niño atraviesa la problemática edípica interioriza las prohibiciones externas. Entonces el superyó reemplaza la función parental (identificaciones primarias) al extenderse a la sociedad y sus representantes (identificaciones secundarias).
El superyó heredero del complejo de Edipo es “el representante de las exigencias éticas del hombre”. De esta manera es la sede de la autoobservación y la conciencia moral. Es el representante de la sociedad en la psique y, como tal el portador del ideal del yo donde se legitiman las normas y deseos de los padres en una determinada inserción social, en la que el soporte imaginario y simbólico de la cultura recubre el yo-ideal de la omnipotencia narcisista infantil. Es decir, si se siguen determinadas pautas establecidas ilusoriamente se puede lograr lo que uno quiere. Desde este eje yo ideal – ideal del yo parte una comprensión de los fenómenos de la “psicología de las masas”, en los que además de un componente individual hay un componente social. Es decir, el ideal común que los sectores dominantes imponen en la familia, la comunidad, el Estado, la nación.
Al despersonalizarse la instancia parental, de la cual se temía la castración, el peligro se vuelve más indeterminado. La angustia de castración se desarrolla como angustia de la conciencia moral, como angustia social. Ahora ya no esa tan fácil indicar qué teme la angustia. La fórmula `separación, exclusión de la horda` sólo recubre aquel sector posterior del superyó que se ha desarrollado por apuntalamiento en arquetipos sociales, y no al núcleo del superyó, que corresponde a la instancia parental. Expresado en términos generales: es la ira, el castigo del superyó, la pérdida de amor de parte de él, aquello que el yo valora como peligro y al cual responde con señal de angustia. S. Freud
La cultura genera un grado de confianza posible a partir de la seguridad de este soporte imaginario y simbólico para que en el colectivo social se establezcan lazos libidinales que permite que se constituya en un espacio soporte de la emergencia de lo pulsional. Es que el sujeto tiene una inclinación agresiva producto de la pulsión de muerte, en la cual la cultura encuentra su obstáculo más poderoso, y vuelve inofensiva esta agresión interiorizándola a través del superyó que, como conciencia moral, ejerce sobre el yo la agresión que hubiera realizado sobre otros. Por ello lo malo y lo bueno no son algo innato. Malo sería perder el amor de los padres, bueno sería tenerlo. Malo es sentirse abandonado por al autoridad que representa la cultura. A ésta, que es angustia a la perdida de amor Freud la llama “angustia social”. En este sentido la angustia de muerte se juega en el vínculo del yo con el superyó. Entre la protección y la amenaza de desamparo. Las situaciones de miedo de origen social remiten a la consumación del peligro de abandono a la indiferencia y la muerte que el sujeto vivió en las primeras etapas de su vida. Por ello cuando se produce una fractura de ese soporte imaginario y simbólico se crea la sensación de inseguridad, de miedo, de sentirse abandonado. Su resultado es la “angustia social” que aparece con una autonomía percibida como amenazadora, y no en un imaginario creado por la cultura. En ella los sectores de poder segregan tanto esta “angustia social” como la necesidad de producirla, para intentar dirigirla y manipularla.
En este sentido el mandato de la actualidad de nuestra cultura, a través del superyó, no convoca a gozar como nos quieren hacer creer. Por el contrario convoca a protegernos de la amenaza de desamparo que produce la misma cultura. Doble juego que lleva a un camino sin límites. Por ello la agresión efecto de la pulsión de muerte no es interiorizada como “conciencia moral” ya que todo es permitido en la búsqueda de la utopía de la felicidad privada. La agresión se libera contra el yo y contra el otro pues la ética que sostiene nuestro ser es reemplazada por el tener los fetiches mercancías que adquieren la ilusión de protegernos de los infortunios de la vida. Es decir, de nuestra finitud.
Se considera tiempo libre el que queda diariamente después de descontar la jornada de trabajo. Dentro de este debemos considerar el tiempo de desplazamiento del domicilio al lugar de trabajo, que para algunos sectores sociales sobrepasa las dos horas; el tiempo dedicado al descanso, a la restauración de las fuerzas que incluye dormir, comer, aseo personal, cuidado de los niños, etc. Debemos agregar el tiempo libre como consecuencia de los fines de semana, feriados y vacaciones.
Sin embargo el tiempo libre no es igual para todos ya que existe una gran diferencia en función de la clase social, el genero y el grupo etario a que se pertenece. Aquí interviene la calidad y la forma de empleo que guarda relación con el ingreso y el nivel de educación.
Ahora bien, el tiempo subjetivo es diferente al tiempo que nos dice el calendario. Es sobre este tiempo subjetivo donde la cultura dominante ejerce la “violencia simbólica” en la que el tiempo libre, concebido como tiempo propio, es mínimo para la mayoría de la población. El tiempo deja de ser libre para estar consumido por las mercancías que nos ofrece el mercado.
Las relaciones objetivas de poder tienden a reproducirse en las relaciones de poder simbólico. En la lucha simbólica por la producción del sentido común. (P. Bourdieu)
Si observamos las actividades que hacen los diferentes sectores sociales vemos que la población trabajadora y sus familias tienen diferentes obligaciones debido a la precaridad en que viven: hacer horas extras u otros trabajos, realizar tareas destinadas a conservar su nivel de vida. Cuando es posible se mira pasivamente el televisor o se va de compras a lugares creados para sectores de bajos recursos. Un buen ejemplo es la mayor feria de la Latinoamérica llamada “La Salada” donde en los fines de semana miles de personas compran a bajo precio mercancías falsificadas de las principales marcas del mercado.
Los sectores de mayor poder adquisitivo consumen para pertenecer: internet, bets sellers, shopping, viajes en los fines de “semanas largos” donde todo se debe hacer rápido menos el regreso en el que se producen grandes atascamientos del tránsito en las autopistas.
En estas condiciones el tiempo deja de ser libre para transformarse en tiempo alienado. El sujeto creado para el objeto “tiempo libre” debe estar siempre en actividad adecuando su tiempo a las demandas que le ofrece el mercado. Es que el objetivo principal del sistema no es ya el de producir bienes para satisfacer necesidades sino sólo producir beneficios, ganar dinero. En cualquier lugar de vacaciones vemos a la gente hablando por celular mientras camina por la playa, manejando su laptop en la arena, haciendo permanentemente actividades. En definitiva la obligación de descansar lleva a la actividad de consumir mercancías para el supuesto descanso. Es decir, es un tiempo alienado, limitador del sujeto. Esta es la contradicción de una cultura que se ofrece como permisiva pero en realidad se sostiene en el mandato de consumir mercancías que supuestamente dan una identidad frente a los otros, ya que sin ellas nos encontramos desamparados. Ante esta situación debemos reivindicar el derecho de apropiarnos de nuestro tiempo libre. El tiempo para encontrarnos con nosotros mismos y con los otros. El desafío es apropiarnos del tiempo libre para transformarlo en un ocio activo, creador que permita el intercambio de experiencias y el disfrute de hacer lo que cada uno quiera como forma de potenciar el desarrollo individual y social.
(Seguí caminado y en un kiosco compre un paquete de caramelos. Cuando lo tuve en mis manos recordé el epígrafe del cartel: “A ver quién come a quién”. Era una pregunta que no podía resolver pero me planteaba un tema para escribir en el próximo editorial de la revista.)

 

 

Articulo publicado en
Noviembre / 2008

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