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Una mariposa variable

 
Columna

Una mariposa variable es el título de un ensayo de Roger Callois, y fue lo primero que recordé mientras pensaba en escribir para Topía. Comenta que las especies variables son aquellas en que los individuos no se parecen demasiado entre sí. Es un ensayo sobre mariposas, pero claro, bate sus alas lateralmente sobre el tema de la diversidad y su tensión con la pertenencia a un conjunto.

La historia es que a R. Callois le gustaba cazar mariposas. Lo hacía durante sus vacaciones, siempre en la región de los Pirineos. Como las que atrapaba eran todas diferentes, podía creer que coleccionaba especies, hasta que supo que cazaba siempre la misma mariposa, la Parnasius Apollo, cuya gracia es el polimorfismo posiblemente infinito de sus ejemplares.

Me parece una buena figura para abordar el tema de la identidad, asunto específicamente humano, que en el nivel individual se sostiene tanto en la pertenencia a la especie como en las particularidades de cada individuo. Es dialéctica. La identidad, colectiva e individual, como se ha dicho, es una construcción, y hasta podríamos decir que es La construcción, aquella que siempre está en obra. Es un diálogo entre la alienación y la autonomía. Requiere del rechazo y de la aceptación activa para el posicionamiento propio, pero también del reconocimiento de los otros. Se construye y se confirma en la interacción social. Por eso nunca es del orden de lo absolutamente singular. Lo más singular se nombra de otra manera; en nuestra cultura usamos, por ejemplo, el término personalidad, englobado periféricamente en el de identidad. La identidad se refiere al conjunto de marcas históricas y atributos exhibibles que compartimos con otros, con un recorte del universo de los otros.

Desde el psicoanálisis entendemos que la capacidad subjetiva de construir identidad corresponde tópicamente a las funciones del Yo y de lo pre-conciente. A esa tendencia al orden simbólico propia de lo pre-conciente, y a la función de síntesis del Yo. Es trabajo de esta función organizar la superficie de contacto con los otros, tanto a nivel del ser como del devenir, a nivel de la imagen como del sentimiento. Esto es muy notable en la elaboración de sentimientos complejos, que se valen de figuras disponibles en lo histórico-cultural. Para dar un ejemplo, veamos cómo eso que llamamos despecho se refiere muy específicamente a la mezcla de dolor y enojo en el contexto de una relación significativa, y vale también llamarlo indignación cuando se agrega un matiz de injusticia. Este tipo de figuras sirven no sólo para describir la identidad estática, sino también para identificar sus movimientos. Las posibilidades para identificarse, en suma, son provistas desde el afuera público.

Hablamos de uno de los principales temas colectivos y de los grandes temas políticos. De hecho, a nivel sociológico (intelectualizado), la pregunta por la identidad nace, no de un registro cualquiera, sino del registro político revelado contra la dominación imperial.

Para el psicoanálisis contemporáneo el tema de las identidades ya no se presenta como una problemática más o menos exterior al campo, sino como un desafío para la vitalidad de su conceptualización. Desde Freud para acá, lo relativo al Yo ha permanecido en estado de subdesarrollo teórico, envuelto en cantidad de aspectos tácitos. Sus funcionamientos han sido menos explorados y explicitados que los efectos de la represión y el inconsciente dinámico. Esto corresponde a razones históricas, del contexto de surgimiento y primeras expansiones de la teoría y la práctica. Por eso mismo no lo achacamos como carencia o déficit de los pioneros, si no como una interrogación que antes no era oportuna, o no al nivel en el que lo es hoy. En épocas de Freud, en el contexto de surgimiento y primeros andamiajes de la teoría, los parámetros mayores para la construcción social de identidades gozaban y padecían de una estabilidad pocas veces vista, resumible en lo que llamamos período victoriano, cuyas características morales atravesaron con vigor más de medio siglo. Esa estabilidad las volvía “naturales” como un paisaje. En consecuencia, las referencias sociales para la construcción del Yo eran poco problematizadas. El problema estelar era la interpretación de lo oculto interior como causante de sufrimiento.

Esto no ha dejado de constituir el centro específico del psicoanálisis, que insiste necesariamente en que descifremos los gemidos (¿dolor, placer, incomodidad?) de lo sexual fallidamente emplazado en la vida, generando síntomas. Pero las subjetividades contemporáneas desafían el valor de una teoría que no comprenda las dificultades en que nos encontramos a nivel identitario, las tormentas narcisísticas de la época, el vacío intergeneracional, el andar como ciegos en un mundo visual.

Es que desde finales del siglo XX, y en proceso acelerado durante las últimas tres décadas, nuestra cultura se está tornando otra. Ya no la caracterizan los antagonismos fuertes, si no las paradojas. Porque los mecanismos del poder han cedido un poco en sus formas represivas, y aumentado mucho en sus formas positivas, estimulantes.

Preguntas: ¿No es esta época notablemente masificadora, al mismo tiempo que enarbola la diversidad? ¿No vemos aflojarse los roles institucionales al mismo tiempo que las singularidades libres se las persigue con el fantasma de la ridiculez o del no lugar?

Las respuestas más orientadoras suelen ser también dobles. Del tipo “sí y no”, o “sí y sí”. Y es necesario un trabajo superior para precisar los porqué, los cuándo, los cómo de esa diferenciación productiva.

La formulación misma de estas preguntas atestigua la pervivencia de un legado crítico. El discurso new age quiere tildarlas de pesimistas, de molestas: lastres del no saber vivir. Pero ante tales intentos por debilitar y descalificar, aplica la frase de los pibes: a la gilada ni cabida. Para los marginales defenderse es menester.

Queremos sustentar lo que deseamos desde la historia, y el mensaje del poder a veces nos hace temblar, o claudicar. Tanto es el sinsentido y el sin-futuro con el que nos apunta bien directo a los órganos reproductores.

Sin embargo, también puedo hablar de dos espacios en los que trabajo actualmente y que me parecen virtuosos constructores de identidades fuertes, imaginativas, complejas, con plasticidad para reconfigurarse sin que nada de eso valga o dé lo mismo.

Uno de ellos es el centro cultural y supermercado recuperado, bautizado popularmente como La Toma; y otro el colectivo LGBTI a través de distintas organizaciones estatales y civiles. La Toma, que antes fuera un hipermercado que se declaró en quiebra, y que desde el 2001 fue recuperado por sus trabajadores, hoy alberga cuarenta emprendimientos productivos cooperativistas y organizaciones políticas y artísticas de la ciudad de Rosario. Entre ellas cuatro que forman parte del colectivo LGBTI. Dieciséis años de resistencia, trasformaciones y desarrollo. Trabajadores y trabajadoras en lucha. Personas en búsqueda de conquistar derechos.

La particular eficacia de estos colectivos instituyentes, de estas constructoras de identidades vivas, es que se ubican en polos de resistencia. Se consolidan ante las presiones que intentan desintegrarlas, suprimirlas. Resisten a la supresión de la rebeldía, de la búsqueda de dignidad, de la respetuosa autonomía.

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Articulo publicado en
Noviembre / 2017

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