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MADRAZA

 

Estaba dándole el pecho a mi pequeño Martín, aprovechando el descanso que me dieron mis clientes, había sido una mañana en que compraron muchas verduras.

Era el martes, el primer día de la semana en que instalo mi puesto y hacía muchísimo frío, para cocinar ricos guisos y sopas, las señoras llevaron papas, batatas, zapallos, cebollas, porotos, pidiendo los agregados de verduritas de regalo y algún ají picante para darle más sabor. Además un vecino se llevó mandarinas en cantidad, porque a los chicos les gustan mucho, comentó mientras se comía la primera..

Martín me miraba, jugaba con mi blusa y se alimentaba con los borbotones de leche que fluían de mi pecho, y yo pensaba que allá en La Paz mi mamá había hecho lo mismo para criarme a mí y a mis seis hermanos.

Mientras hay leche calentita los chicos están fuertes, después vinieron las enfermedades y sólo quedamos cuatro, pero en este país Diosito me ayudará a que se críen sanos, rogaba yo.

Estaba casi en un sueño junto con mi hijito, cuando frenó ruidosamente el patrullero, en la misma esquina de Ecuador y Corrientes, y bajaron dos policías desconocidos para mí, y me apuraron a que levante todo y suba al auto, me habían detenido, no escucharon mis ruegos entre lágrimas y gritos.

Atiné a encargarle el puesto al ferretero y dejé al niño con una vecina, pidiéndole que llame a mi marido. No quería hacerle sufrir el trato con los policías desde tan pequeño, y muy nerviosa subí al auto camino a la comisaría.

Como siempre, dijeron que era por no tener autorización para vender en la calle. También levantaron a la boliviana de la otra esquina, la de Boulogne Sur Mer.

Al llegar a la comisaría, nos hicieron entrar en un cuarto estrecho pero muy alto y esperar hasta que decidiera el comisario. Nos sentamos, había un banco largo como único mueble, una ventana pequeña con rejas por la que entraba luz y una puerta que comunicaba con la oficina, que habíamos atravesado al llegar.

Estuvimos sentadas, en silencio, apenas un intercambio de gestos de impaciencia, y yo pensando cómo estaría mi hijo tan bruscamente desprendido de su mamá.

Avanzó la tarde, empezó a oscurecer, y cuando un policía entró para dejarnos ir al baño, le rogué sollozando que me dejara salir para amamantar a mi hijo, tenía los pechos duros, y muy doloridos. La otra boliviana planteó el mismo argumento. Si bien al principio el policía me escuchó con atención, al sumarse el segundo reclamo se negó rotundamente, reafirmándolo al decir -Ahora se quedan las dos hasta el fin de semana! Sentí mucha rabia.

Había notado que la puerta quedó entreabierta, entonces me abalancé hacia la oficina, con la fuerza de mi desesperación. El policía que recién mencioné estaba hablando con otro, ambos de espaldas a mí. Descubrí sobre el escritorio varias carpetas de cartulina gris, cada una tendría los datos de algún caso, como el mío quizás, otros más graves me imagino. Y entonces tomé todas esas carpetas como blanco de mi chorro de leche.

Sí, saqué mi pecho y con sólo comprimirlo suavemente brotó un chorro con el que bañé todo el escritorio.

Fue eficaz. Los policías se dieron vuelta, desconcertados, y casi a empujones me sacaron de la oficina y previa firma de una nota que no alcancé a entender, me mandaron a la calle.

Todavía me quedaba el otro pecho lleno de leche para alimentar a mi criatura.

Y por sobre todo estaba feliz de haberme ingeniado para conseguir mi libertad, usando como arma mi propia leche, que no dejó ningún herido.

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Articulo publicado en
Septiembre / 2009

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