A tiene cinco años y cursa preescolar. Es inquieto. Se niega a “llenar” el cuadernillo. Las maestras dicen: “no responde a las consignas”. Desde la escuela se sugiere una consulta neurológica. En la entrevista con el neurólogo, A. toca todo y a la vez contesta las preguntas antes que su mamá. “Diagnóstico: ADHD”, dictamina el neurólogo. Y comienza a ser medicado.
B. tiene trece años. Es contestador y no acata las normas. En la escuela dicen que si no lo medican lo van a dejar libre por amonestaciones. ¿La medicación tiene acá el lugar de un castigo?
C. tiene siete años. La psicóloga que lo atiende afirma que necesita que esté medicado. Dice de C. que es un niño insoportable, que es muy agresivo y a la vez se queja de la obra social, que maltrata a los profesionales. ¿Qué es lo insoportable, el niño o las condiciones de la obra social? (Con otra profesional, C. despliega juegos, escribe historias, dibuja... y se le saca la medicación).
En estos trayectos nadie preguntó la historia de ese niño ni lo que pasaba en el aula ni en la familia. El niño quedó catalogado, rotulado y medicado, por su “querer decir”, moviéndose, algo que nadie estuvo dispuesto a escuchar. Un déficit neurológico es ubicado como único responsable de lo que le pasa (o lo que sucede en un aula, una familia o un consultorio).
El Trastorno por Déficit de Atención (con o sin Hiperactividad) es sólo la punta del iceberg de todo un sistema que supone que la infancia debe ser acallada, que se debe aplastar la denuncia que suelen hacer los niños sobre el malestar cultural. Así, si un niño está triste, no se trata ya de preguntarse por qué ni de registrar cuáles son los duelos que está tramitando, sino que la cuestión es que deje de estarlo, lo antes posible, para no perturbar a los adultos. De este modo, hay países en los que se les están administrando antidepresivos a niños, a pesar de los riesgos que esto conlleva: entre otros, agresividad y suicidios. (Nueve de los trece jóvenes que dispararon en contra de compañeros y maestros en EE. UU. estaban tomando antidepresivos o medicamentos contra el ADHD).
¿Qué implica medicar a un niño? ¿Qué le transmitimos cuando le planteamos que toma tal pastilla para quedarse quieto, atender en clase, hacer tareas que no le gustan? Los niños traducen: “tomo una pastilla para portarme bien y hacer la tarea”. Lógica que se podría replicar después en: “tomo una pastilla para poder bailar durante 10 horas seguidas”. Idea de un cuerpo-máquina que debe recurrir a un estimulante externo para mantener un funcionamiento “adecuado” a lo que se espera de él. Idea del ser humano como mónada cerrada que se liga a otras mónadas cerradas, como opuesta a una concepción del sujeto como constituido en una historia, en vínculos con otros, y desplegándose en un entorno familiar y social.
Un niño de siete años cuyo papá lo golpeaba con frecuencia, medicado con metilfenidato, sostenía: “yo no me voy a rendir, no voy a darles el gusto... me las van a pagar”. Discurso de resistencia que insistía cuando le decía al neurólogo: “no quiero tomar medicación. Que la tomen ellos (por padres y maestros)”. Para mi sorpresa, nadie le había preguntado el por qué de este funcionamiento desafiante ni había pensado en los efectos de la violencia.
¿Por qué no se los escucha, por qué no se los piensa como sujetos capaces de dar cuenta de lo que los perturba? ¿Por qué no se les pregunta qué sienten y piensan en lugar de escuchar solamente a padres y maestros?
Esto modo de diagnosticar y medicar ha tomado tal auge que en la reconocida revista New England Journal of Medicine, del 6 de abril del 2006, se afirma que en EE. UU. aproximadamente el 10% de los niños de 10 años están medicados por ADHD. En ese mismo artículo, firmado por un cardiólogo, se plantean los riesgos cardíacos que trae esta medicación, así como los daños a largo plazo, por el aumento de la frecuencia cardíaca y de la presión arterial que producen. Se han descripto casos de infarto de miocardio y de accidente cerebro-vascular y la OMS registró 28 casos de muerte súbita.
Si hay un 10% de niños medicados, ¿habrá una "epidemia" de un supuesto déficit neurológico cuyas consecuencias son tan graves que lleva a que se les administren a los niños drogas que implican riesgo de muerte, posibilidades de retardo en el crecimiento, de anorexia e insomnio, que está contraindicado en los niños con tics y con patología psicótica?
Pienso que se combinan: 1) Escuelas que se ven exigidas a una supuesta “excelencia” y que reproducen la exclusión de un mundo en el que “pertenecer” es un privilegio.
2) Padres que se aterrorizan frente a la idea de que su hijo quede “afuera” del mundo.
3) La presión de los laboratorios. Los laboratorios ejercen su presión de varios modos. Entre otros, utilizan los medios de difusión para atemorizar a padres y maestros. Por ejemplo, en Clarín, el 12 de abril del 2004, salió una nota en la que se sostenía que el Trastorno por déficit de atención producía “deficiencia en el desempeño escolar, mal comportamiento y estrés familiar”. Y se alertaba a los padres planteando la importancia del diagnóstico temprano porque, afirmaba la nota, el 30% de los niños con ADHD repiten de grado. Como esto apareció como fruto de una investigación oficial, preguntamos y todos los organismos oficiales nos contestaron que no había ninguna investigación que avalara esto. Sin embargo, nunca se publicó una desmentida y lo que los padres leyeron fue lo publicado. Últimamente, lo que suele difundirse en los medios es: “los niños con ADHD no tratados tempranamente pueden tener conductas delictivas en la adolescencia”. En todos estos artículos se recomienda medicación (dando hasta el nombre de la droga) y terapia conductista. No sólo se reduce a una patología cuestiones tan complejas como la repitencia y el “mal” comportamiento, así como la delincuencia, sino que se da la “solución”, solución que sólo sirve para acrecentar las ganancias de los laboratorios a costa de los niños.
4) La falencia de muchos profesionales para encarar estos nuevos modos en los que aparece la angustia infantil. Una investigación hecha por un psicoanalista francés, Nicolás Dameurie, en relación a las representaciones de los terapeutas con respecto a la hiperactividad, muestra que, si bien la mayoría puede pensarla como manifestación de angustia o de tristeza, son muchos los que señalan el rechazo que les producen los niños a los que consideran hiperactivos y la dificultad para tratarlos. Considero que, presionados por la “urgencia” con que debería resolverse todo, psicólogos, psiquiatras y psicopedagogos pueden recurrir a una solución “mágica” (entrampados en el discurso dominante) antes de replantearse sus propios modos de abordaje y las intervenciones posibles.
Por otra parte, lo que muchas veces se sanciona y medica es, más que el movimiento y la desatención, la resistencia que un niño opone a las normas. Así, la pastillita “para portarse bien” (como suelen denominarla los niños), es dada efectivamente con tal fin.
Ya en los ítems de los cuestionarios que se utilizan para diagnosticar, aparecen cuestiones tales como: “habla en forma excesiva”, “discute con adultos”, “hace cosas en forma deliberada para fastidiar o molestar a otros”, “es negativo, desafiante, desobediente u hostil hacia las personas de autoridad”. Así, si el maestro o el padre están angustiados o deprimidos, un niño puede ser vivido como desafiante, hostil, fastidioso, porque no permite la desconexión del adulto.
Este tipo de diagnóstico y tratamiento tiende a acallar los síntomas sin preguntarse cuáles son sus determinaciones ni en qué contexto se dan. Los funcionamientos de la familia y la escuela se consideran sólo como respuestas a las conductas del niño, sin ubicarlos como implicados en su determinación.
He visto niños que habían sido medicados por tener dificultades para aceptar las normas escolares, otros que estaban en situaciones de duelo, otros que no soportaban enfrentar tareas en las que sentían que podían fracasar, otros que estaban pendientes de la aprobación de los adultos y también niños que mostraban serios problemas de desorganización del pensamiento. Todos fueron catalogados del mismo modo y tomaban la misma medicación. Esto no quiere decir que no haya situaciones en las que esté indicado algún tipo de medicación en un niño con severas dificultades, pero lo que está sucediendo es que hay una medicalización de la problemática infantil, con desconocimiento del funcionamiento psíquico de los niños y sus variaciones posibles.
Se los psiquiatriza tempranamente, ubicándolos como “enfermos” por “portarse mal”. Este portarse mal, en oposición obviamente a lo que sería portarse bien (y el que decide quién se porta bien o mal es un adulto) suele ser un hablar “de más”, moverse “de más”, no hacer lo que se le pide en el momento en que se le pide, en niños generalmente pequeños.
Medicar a un niño de acuerdo a las necesidades de los adultos es un acto de violencia.
Es una doble violencia:
1) las condiciones sociales (el actual malestar en la cultura), así como las dificultades de los adultos para contener a los niños, favorecen nuevos modos de expresión de la angustia, con un predominio de patologías que son claramente vinculares (se dan con otro al que convocan y molestan)
2) se los diagnostica como “deficitarios”, sin escuchar su sufrimiento, sin registrar lo singular de sus padecimientos y se los medica para silenciarlos y aquietarlos.
Cuando se clasifica a un niño, considerando que es así desde siempre y que será así siempre, se lo priva de su historia y se le coarta el futuro. Y cuando se lo medica para que se adecue a lo esperable, se lo intenta transformar en un robot al servicio de intereses que lo desconocen como sujeto.
Por suerte, los niños tienden a romper los cuadros y a quebrar los chalecos de fuerza que se les ponen... y siguen denunciando.
Beatriz Janin
Psicoanalista
beatrizjanin [at] yahoo.com