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La locura de Martínez

 

Martínez tenía serios problemas para diferenciar un sacacorchos de un panqueque de dulce de leche. A ustedes podría parecerles algo muy gracioso, pero, visto desde otro punto, podría ser muy peligroso. ¿Y si un día se tragaba un sacacorchos, creyendo que se trataba de un panqueque? Su familia, preocupada, lo internó en un hospital especializado en personas con costumbres “anormales”, que no cabían dentro de los parámetros de las enfermedades mentales conocidas actualmente. Este edificio -pintado enteramente de un blanco cegador- contaba con tres pisos. En la planta baja se ubicaban el jardín y la cafetería. En la segunda se encontraban las habitaciones para los internados y en la tercera estaban los archivos del hospital.

Durante su primer día, Martínez se sintió fatal. A nadie le gusta que lo traten de loco y los enfermeros -un grupo de personas vestidas de blanco cuyos ojos brillaban llenos de una perfidia constante- no lo hacían sentir mucho mejor.

Al cabo de una semana, Martínez comenzó a recibir las visitas de los doctores, quienes le dictaban aburridísimas clases en las que le hablaban de las propiedades y características físicas de dichos objetos, para que le fuera más fácil reconocerlos. Si no lo hacía correctamente, era víctima de duros castigos que le hacían desear encogerse como un bicho bolita.

Su familia lo visitaba todos los fines de semana, le traían caramelos de limón -sus favoritos- y lo acompañaban durante la hora del almuerzo en la cafetería del hospital. Aunque Martínez se alegraba de verlos, no podía dejar de sentir cierta incomodidad. En parte le molestaba que lo hubieran encerrado y que le hablaran con un tono bajo y una tranquilidad exagerada, como si el más mínimo sonido fuerte bastara para hacer que entrara en una crisis. Tampoco podía contarles acerca de los maltratos que recibían, ya que había enfermeros y gente del personal repartidos astutamente por todo el hospital. También ocurría que los doctores eran extremadamente inteligentes a la hora de repartir castigos. Jamás lo hacían en lugares muy visibles y solían evitarlos si sabían que el paciente sería visitado por su familia al día siguiente.

En sus días libres, Martínez solía acudir con frecuencia al patio trasero del internado, un pequeño rectángulo verde rodeado por una tapia de cemento que daba a la calle. Allí conoció al chico de los granos que se ocupaba, todas las tardes, de regar las flores del jardín con una regadera vacía. Sentada en el césped junto a él, solía estar una anciana que susurraba con temor lo cerca que habían estado las sartenes de asesinarla aquella vez. Con ellos podía sentarse a charlar cómodamente sobre lo que se les cantara, aunque siempre terminaban quejándose de lo mucho que a todos les desagradaba ser encerrados y maltratados en aquel internado. Mucho menos les gustaba que los tildaran de locos. ¿Quién decidía lo que era normal y lo que no?

El tiempo siguió igual durante un mes, hasta que una noche, al acostarse, se encontró con una enorme y pesada llave de hierro bajo la almohada que tenía atado un papelito con la inscripción “3º piso”. Con el corazón lleno de intriga, Martínez esperó a que sus compañeros de habitación se durmieran para salir a investigar. Recién entonces, y guiado por un presentimiento, asomó la cabeza por la puerta de su cuarto y miró. Ante sus ojos se desplegaba un largo pasillo, con puertas a ambos lados.

En la otra punta se encontraba la escalera que daba a la tercera planta y sentada en el primer escalón había una enfermera pelirroja que hacía de guardia. Justo cuando Martínez estaba a punto de volver a su cama con resignación, la enfermera se paró de golpe y le hizo señas para que se le acercara, por lo que no tuvo más remedio que obedecer. Al llegar al pie de la escalera, la pelirroja le hizo un guiño cómplice y le indicó que subiera. Ahora que la veía de cerca, aquella mujer no tenía aquel brillo malvado en los ojos como el resto de los enfermeros. Además, contaba con un gracioso lunar en la punta de la nariz, en lugar de las numerosas pecas que solían ser la característica principal de la gente pelirroja. Martínez no entendía nada, pero aquello hizo que su corazonada se volviera justificada de alguna manera, así que volvió a obedecer. Una vez en la tercera planta se paró ante la única puerta que había y cuya inscripción decía: “Archivo”. Rápidamente, Martínez abrió la puerta. Se encontró entonces en un cuarto herméticamente cerrado, cuya escasa iluminación provenía de un foco titilante que Martínez no tardó en encender. Lo único que había allí dentro eran dos enormes archivadores repletos con cajones. En el archivo de la derecha había una etiqueta que decía: “Empleados” y en cada cajón estaban todos los nombres de los doctores, enfermeros y miembros del personal ordenados alfabéticamente. En el archivo de la izquierda decía: “Pacientes” y estaban los nombres del joven de los granos, la anciana de las sartenes, el suyo propio y el de todos los demás. Al ver esto, Martínez recordó los maltratos que recibía a costa de los doctores, la indiferencia del resto del personal y la horrible mirada que veía todos los días en los ojos de los enfermeros. Siguiendo entonces el mismo impulso que lo había guiado hasta allí, comenzó a retirar todos los archivos de sus respectivos archivadores. Con una desmesurada paciencia que resultaba de lo más peculiar dentro de aquellas circunstancias, comenzó a reorganizar, de manera inversa, todos los papeles. Colocó en el archivo de los “Pacientes” todos los nombres de los empleados y en el que decía “Empleados” todos los nombres de los pacientes. Quizá con esto buscaba descargar algo de la furia que sentía a causa de las injusticias, pero lo cierto es que ni el propio Martínez sabía exactamente por qué lo hacía. Acabó más rápido de lo que esperaba, por lo que regresó a su cama mucho antes de que amaneciera y sin levantar ni una sola sospecha.

Al levantarse la mañana siguiente, Martínez se encontró solo en su habitación. Las otras cinco camas que ocupaban sus compañeros estaban vacías. Agudizó el oído y alcanzó a distinguir un griterío que provenía de la planta baja. Martínez se vistió rápidamente y bajó por las escaleras. Al llegar, fue testigo de una extraña escena: en la cafetería, gente del personal intentaba morder un sacacorchos sin romperse los dientes, mientras los cantineros intentaban, con desesperación, descorchar las botellas con panqueques rebosados de dulce de leche.

De pronto, se oyeron gritos provenientes de la cocina, mezclados con unos fuertes golpes parecidos a los de una cacerola al chocar contra el piso. Entonces, la puerta que se encontraba detrás de la barra de la cafetería se abrió dando paso a un hombre aterrorizado con un sombrero de chef ladeado. Por detrás de su cabeza se alzó una enorme sartén que, como manipulada por una persona invisible, le descargó un fuerte golpe en la nuca que hizo que el cocinero cayera muerto al piso.

Martínez, con una extraña sensación en el pecho corrió hacia el jardín, donde pudo vislumbrar a un grupo de jardineros consternados intentando regar el césped con mangueras desprovistas de agua.

No se veían por ningún lado a la anciana, el chico de los granos o a los demás pacientes.

En ese momento, Martínez agradecía la misteriosa aparición de aquella llave bajo su almohada. ¿Tendría algo que ver la enfermera pelirroja con el lunar en la nariz? Martínez decidió que ya no le importaba. Con una sonrisa en los labios, se metió las manos en los bolsillos, atravesó la puerta del hospital que estaba abierta de par en par, y caminó tranquilamente hacia el kiosco de la esquina a comprar un paquete de caramelos de limón.

¿Quiénes eran los locos ahora?

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Articulo publicado en
Noviembre / 2018

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