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El relato

 

Allí estaba yo, pálida y muda, con el cuerpo ocioso, mirando por el
agujero de la cerradura de un portal inmenso de madera maciza, mientras un haz
de luz se filtraba en la oscuridad recortada. Quería descubrir lo que
sucedía del otro lado, en el lado incandescente de la existencia, mas
allá de esa esquina pausada, fuera de la blandura del sueno. Pasaba
horas mirando a través de la claraboya que iluminaba la habitación
donde yo giraba hasta desaparecer casi sin aire, entre las cortinas
transparentes. Soltaba mis brazos tras el velo y hacia caer mi
curiosidad sobre cada objeto de la casa. De esa forma disfrutaba de mi
propia ausencia.
Por la ventana vacía, antes del cansancio, el sol calentaba el cuero
Del sillón envejecido donde te entregabas a tus propios rumores. Allí,
mientras contemplaba tus manos ancladas en las mías, éramos mas que
cada uno con el otro, éramos un brillo de lagrimas en una esperada
hibernación otoñal, casi dos huéspedes de lo inexpresable.
Podría decir que en mi había tres: una niña audaz, volcada hacia la
libertad; otra callada, que no lograba liberarse de sus derivas
habituales, y por ultimo una racional, que pretendía nombrar el
desorden grabado allí, entre ambos.
Recuerdo que una y otra vez me perdía -soñando siempre- por
callejuelas mal iluminadas, hasta desembocar en una plazoleta donde individuos sin
rostro me tapaban los ojos. Esa extrañeza retornaba irremediablemente,
como un hilo conductor de una larga interrogación infantil sobre el
sentido de nuestros mínimos diques cotidianos. Cada silencio menor
estaba atravesado por otro y se enroscaba en un espejo de brumas sin
final, sin cambiar el aire de familia.
La antigua tienda sostenía con sobriedad lo que iba creciendo y había
ciertos días en el ano en que nos sentíamos particularmente
agradecidos por el vaho de jazmines a través del cristal. Eran los
días de unión festiva entre descendiente y antepasado, días rítmicos
de promesas guturales, moduladas a puerta abierta, una especie de
suplemento alimenticio regado con sal de lagrimas. Los retornos
regulares estaban consagrados a la música obcecada por las raíces.
Allí encontré tu ojo azul intenso, ofreciéndome algunas escasas
palabras que conservaste de tu infancia: "tenemos el relato", decías,
y sin embargo, tu voz era solo un eco de otra mas lejana. ¿Como
podía entonces recibir claridad de ese ojo que aun viendo, se rehusaba
a ser mirado? Esa pupila que insistía en permanecer a oscuras, como un
grito ahogado en su caída interminable. Como si fuéramos uno, como si
fuéramos muchos, miraba a través del agujero de tu encierro esa
plazoleta inmensa y deshabitada donde nuestras oleadas de silencio
insistían en llevarnos.
Me hubiese gustado ser menos complaciente contigo y conmigo misma,
haber dejado entrar mas sol en los sitios mas desbordantes del tiempo.

No pretendía que te asomaras a mis pensamientos sino desalojar esa sena
de verdad cerrada sobre si misma, sin habla alguna.
Ahora, cuando intento recuperar la savia de tus palabras ("tenemos el
relato"), cada hora adquiere otro verdor, brotan músicas acumuladas
entre las horas y emergen nuevos olores subsumidos a lo lejos. La
magia no cambia pero si varia esa parcela reducida de evocación, ese
pan sin levadura que pretendo recuperar a destiempo, como una deuda
pendiente que, en parte, ignoro.
Aun sabiendo que nuestros tiempos ya no confluirán, necesito
reclinarme otra vez en tu sillón para desatar este nudo de pertenencias dispersas
entre mañanas humildes.
"...Tenemos el deber de relatar, y quien amplíe tal relato será parte
de esa historia...", decías, mientras leías el español con dificultad
junto a la tabla de mantel blanco, como quien hace una revelación
inagotable, en su versión autorizada.
Y si bien no logro evocar el ritmo vahído de tus pasos - otra tecla
perdurable - me asalta nuevamente tu claridad urdida con monosílabos
en aquella larga madriguera de violines errantes.

Rasia Friedler

Temas: 
 
Articulo publicado en
Octubre / 1998

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