Cuando llegó a la consulta se propuso ser franco, su formación como médico le indicaba que debía ofrecer una versión consistente, organizada y, de alguna manera, científica de su padecimiento. Al psicoanalista que lo entrevistaría no lo conocía, había llegado a él como parte de una insistente búsqueda, necesitaba desesperadamente encontrar a alguien en quien confiar. En las previas entrevistas no le había ido bien, por diversas razones cada consulta terminaba en una desazón que lo iba desganando, dejando en estado de astenia.
Como el asunto lo había agotado resolvió pedir ayuda a su tía, quien lo dirigió hacia en una institución de su colectividad que tenía en su seno un servicio de psicología. No sólo llegaba allí por la necesidad de tener referencias mayores que las que suele dar un psicoanalista con su reconocimiento. Andaba mal de dinero, sus propias dificultades le estaban acotando de manera notable su campo laboral y la institución le ofrecía buenos terapeutas, esa era la reputación del servicio en la comunidad, a honorarios reducidos.
Todo había estado en manos de su tía, la que pertenecía a la comisión directiva. Ella era la que había reservado el horario para que su sobrino preferido, eso de que fuera médico la cautivaba, tuviera un turno con el analista que estaba de moda en la secretaría de la institución, algo escaso y efímero como reconocimiento pero dentro de una institución las secretarias son las que direccionan las derivaciones y el analista elegido por la tía era el que lideraba el ranking de la secretaria.
Al llegar ni siquiera pudo abrir la revista que trajo consigo dado que no tuvo que esperar mucho, cuando pasó y se acomodó en un pequeño sillón, en un aula enorme que hacía las veces de consultorio psicológico, taller de expresión corporal y aula de idiomas, quizás protegido por el aura comunitaria que mostraba el lugar, se dijo para sí: -Es ahora o nunca-.
-Abandoné un análisis hace seis meses, todo iba más o menos bien o más o menos o, si prefiere, como todo los análisis a veces bien y otras mal. No era ese motivo de mi dificultad, pero lo pido disculpas por lo que voy a decirle: yo soy ano púdico. Al decirlo movió, varias veces, su dedo pulgar por la yema de los otros cuatro como tratando de limpiarse las manos o reflejar mejor sus palabras.
-No es con lo sucio que me molesto particularmente sino con los olores y los ruidos, las flatulencias en su conjunto me hacen la vida imposible y cuando mi olfato o mi oreja registran alguna anomalía de la zona anal de quien está conmigo no puedo dejar de prestar atención al tema. Quedo atado a lo que vendrá y después me cargo de odio. Siento que mi vida se detiene y que el otro me agravió irresponsablemente.
Como comprenderá no pude analizarme más con su colega a partir de una situación en la que estábamos en silencio y de pronto un olor terrible y denso, silenciosamente, invadió la sesión e hizo irrespirable el aire.
Fue como una cuchillada, como la expresión máxima de la traición y en silencio, sin posibilidad de hablar del agravio, fuimos ambos los purificadores de tamaña injuria. Entiendo que fue un hecho accidental, una desgracia que a cualquiera le puede pasar. Para mí fue del orden de lo intolerable y de lo que no tiene vuelta atrás, no tengo manera de volver de tamaña agresión.
Suspendí un par de sesiones con algunas excusas: guardias imprevistas, viajes con delegaciones de deportista, soy deportólogo, y luego me fui, hice mutis por el foro. El hombre me llamó varias veces pero no pude volver, le digo que yo le había hablado del tema, no desconocía mis dificultades con los olores del ano. Punto final y sin retorno.
(Mientras tanto el analista hace su tarea: registra el obstáculo del psicoanálisis previo, observa la gestualidad de las manos del paciente y tiene una distorsión en su escucha que anota en su memoria: confundió la profesión de deportólogo por una que no conocía y que le resultó por demás reveladora: erotólogo. No tiene dudas eso fue lo que escuchó).
Esa sesión fue el punto de inflexión, el 2001 de mi vida. Comenzaron una serie de hechos que no hacen más que sumirme en el infierno de los ruidos y los olores. Al mes de lo que le relaté, todavía no repuesto del injustificable acto de mi psicoanalista, mi mujer va al baño que está en nuestro dormitorio, era una espléndida mañana de domingo, se iba a higienizar para un encuentro amoroso. Para que se ubique vivimos en un pulmón de manzana donde casi nunca hay ruidos y los domingos mucho menos, los niños estaban en casa de mi tía que los adora. El silencio era rey y amo de la casa. Ella deja la puerta abierta y un descuido de sus controles esfintereanos, justificado por el sueño que aún la envolvía, permite que un tremendo estruendo salga de su ano.
Todo fue una tormenta perfecta: la taza del inodoro hace de caja de resonancias, eso produce una multiplicación del trueno anal, la puerta abierta no impide el paso de la sonoridad, no hace barrera, no amortigua la onda sonora que se desplaza como un tsunami hacia fuera del baño y el efecto de tremendo escape de gas explota en nuestro nido sexual. ¿Cómo decirle? Produce un enchastre que envuelve mi cuerpo desnudo y desprotegido? No hace falta de explicarle todo lo grave que desde ese momento ocurrió: me resultó imposible tener relaciones sexuales, ese sonido contaminó toda mi vida. Fue una bomba de liberación lenta y letal que me está acorralando y matando.
(El analista piensa en sus tripas, que vaya casualidad comienza un movimiento algo ruidoso, en la cantidad de veces que debió contener, con esfuerzo, sus incomodidades intestinales. Quizás para seguir con este erotólogo deba constituirse en inodoro, incoloro e insípido. Derramarse como agua. Se da cuenta de lo gigante e ímproba de la tarea).
Recuerda una supervisión grupal donde una colega, joven como él, pidió con vergüenza y entereza comentar un caso donde ella, al levantarse del sillón para acompañar a la puerta a la paciente, se vio sorprendida por un inesperado sonido intestinal que llegó nítido a los oídos de la señora. Recuerda que el tema de aquella supervisión giró, entre risas nerviosas, alrededor de la vergüenza y sus avatares).
-Me resulta imposible tener relaciones sexuales con mi esposa y no sólo eso, ya de por sí por sí muy grave, el estruendo amplificado me persigue, me parece que en cada lugar y situación alguien va a lanzarme una bomba de mal olor. Estoy preparado para lo anal -peor en todo momento No me descuido nunca. Ando con barbijo, no tomo subte en hora pico, tampoco taxis que estén terminando su largo turno de doce horas. Evito los lugares pequeños. En verano camino, no uso transporte público y por si esto fuera poco ahora el mal aliento me amenaza de tal manera que evito acercarme a las personas.
Es como si el eco no terminara nunca, me hace imaginar algo que físicamente es imposible: los sonidos del orificio no dejan de salir en ningún momento, me parece que van a continuar hasta desintegrar el ano. A veces creo que son como erupciones volcánicas que inundan la ladera de la montaña quemando todo a su paso. Algo así de que la persona se desinfla como globo pinchado y que de su interior debe escaparse todo ese execrable contenido hasta la más absoluta purificación. ¿Cree usted que me puede ayudar?