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Los automovilistas y el machismo

 

El pene es algo (un órgano) que cuelga de entre la parte superior de las piernas de los varones; por el hecho de colgar es un objeto alargado, lo cual no significa que necesariamente sea largo. Más aún, los hombres deliran a jugar quién lo tiene más largo... y, aunque a algunos les parezca increíble, las mujeres hacen lo mismo. Esto último puede aparecer como un soberano disparate desde una simple lectura anatómica pero, la realidad demuestra que no es as¡. Si bien es cierto las mujeres no tienen pene (1) las mujeres utilizan criterios simbólicos para mostrar la presencia de aquello que no tienen desde el nacimiento.
Sea que las mujeres envidien o no a la tenencia de pene, cosa de la cual no se tendrá nunca certeza, lo cierto es que las mujeres - si, también ellas- juegan simbólicamente a demostrar cuán largo tienen aquello de lo que carecen.
Pero no es el tema de este escrito demostrar si los penes de unos son más largos o más cortos que los de otros, si se tienen o se carece de ellos, sino que lo que me interesa es demostrara través de estudios empíricos y experienciales que el pene se prolonga - de manera mítica simbólica- de muchas maneras y formas diferentes. La pistola -o el revólver, o la carabina, o el fusil (que es m s lago todavía)- que utilizan los miembros de las Fuerzas Armadas y de Seguridad es, quizás, el mejor ejemplo de este simbolismo, del cual sus miembros no pierden oportunidad de hacer ostentación - real o virtual- ante quiénes no tienen esa prolongación simbólica del miembro viril.
Pero en este escrito me interesa estudiar como el fenómeno del machismo y su simbología aparece de manera sostenida en los conductores de automóviles y de otros objetos rodantes (2). El/la automovilista es una persona que intenta llenar su falta de poderío en otros ámbitos con la conducción - y si es posible, la propiedad- de vehículos cada vez más potentes y sofisticados y, sobre todo, con los últimos modelos que han salido a la venta en el mercado que está siempre atento a esta demanda inconsciente.
Antiguamente, hasta la cuarta decada del siglo XX, se exigía de un automóvil que fuera honesto - como un caballo o un perro- y que no dejara a su propietario y/o conductor abandonado por desoladas rutas o caminos campestres. Luego se vio que también el automóvil podía servir para otros fines, los de naturaleza simbólica que ya recorriera someramente, como es la representación imaginaria del poderío. Este es un bien escaso y altamente valorado en la sociedad competitiva y triunfalista en que moramos.
Un automovilista sentado frente al volante es un peligro potencial para otros automovilistas, para sí mismo y, fundamentalmente, para aquellos que transitan en vehículos más pequeños - motocicletas y bicicletas- y ni que decir de lo que representan para los desprotegidos peatones que osan recorrer las calles de una ciudad sobre sus beneméritos pies. Un automovilista puede ser -en general- fuera del cubículo de su vehículo una persona serena y hasta solidaria y caritativa. Pero, una vez ubicado dentro del vehículo empiezan a surgir las fuerzas del inconsciente que lo llevan a convertirse en un monstruo, al mejor estilo Mr. Hyde.
En la Argentina contemporánea -finisecular que le dicen los eruditos- los medios de comunicación compiten por tener el dato más ajustado y certero acerca del conocimiento de cual es la cifra de muertos en accidentes de tránsito. Se miden por año, por mes, por día, por hora... y por segundos no lo hacen debido a que el resultado es una cifra inferior a un número entero. Y es en ésta Argentina, en la cual mueren tantas personas en accidentes viales como de enfermedades -llamadas vergonzantes por quienes no tienen vergüenza en reconocer su responsabilidad- como el Sida y la tuberculosis, digo que en esta Argentina de la contemporaneidad es dónde los conductores de vehículos motorizados -o a pedal- no son otra cosa que el reflejo cruel de la realidad postmoderna que nos ha invadido por doquier, los conductores de vehículos a motor se han convertido en asesinos impunes. Ya no vale la pena perder tiempo maquinando cómo matar a la mujer, al marido o a la suegra. Penalmente es muy peligroso tal acción, ya que se trata de un homicidio agravado por el parentesco. Basta simplemente con atropellarlos "accidentalmente" con el arma homicida que representa el vehículo y, entonces, no habrán mayormente problemas jurídicos para el autor del crimen. Eso sí, no lo vaya a hacer un viernes por la tarde porque en ‚se caso deberá cumplir un arresto de 48 horas, tiempo previsto por la ley hasta que el juez de turno le tome la declaración indagatoria sobre el hecho en cuestión. Luego a la calle a seguir matando impunemente a cuantos quiera.
En el mundo globalizado del Nuevo Orden Internacional, los espacios se ganan a "codazos" y, a veces, también a trompadas y balas y bombas y... etc. La globalización ha traído consigo, necesariamente, su par dialéctico contradictorio: la fragmentación. "Buey solo bien se lame", "Hay que rascarse para adentro, como los perros" y "Cada lechón en su teta, es el modo de mamar"; son algunos ejemplos del refranero vernácula que, termina por patentizarse con el "Yo, Argentino". La fragmentación en nuestro país no es de hoy ni de ayer, viene desde que se constituyó como crisol de razas, donde cada cual cuidaba su gente, su tribu, y el resto era cuestión de ellos. Pero la falta de solidaridad que se observa en la actualidad, la que he podido comprobar en varios estudios de campo al respecto, va creciendo en progresión geométrica. Para el caso que me ocupa -en este texto- puede ser visualizada cotidianamente; choferes que atropellan a un par de niños -o a cualquier persona, ya sea joven o vieja- y que luego huyen del lugar, es -posiblemente- el ejemplo más patético de lo que estoy afirmando. Pero ah¡ no termina la insolidaridad, ésta la encontramos cuando con la mayor desaprensión un conductor le "tira" el automóvil suyo a un ciclista porque éste viene de contramano; cuando un peatón comete la imprudencia de pretender cruzar la calzada y se le viene encima una jauría de vehículos carrozados que parecen rinocerontes en celo por su peligrosidad (y no precisamente para con la rinoceronte hembra); cuando el que transita por una avenida cree que ésta es una pista de Fórmula 1 y jamás le cederá el paso al vehículo que viene por la derecha. Volviendo a las venturas y desventuras del atribulado peatón del ejemplo anterior, no puedo dejar de recordar hechos como cuando los conductores motorizados ni siquiera le permiten cruzar la calzada por la bocacalle, donde tiene paso preferencial; cuando no se respetan los semáforos y es atropellado haciendo uso del paso del "muñeco" verde; cuando se pasa por la derecha a otro vehículo y se embiste a un peatón que est parado sobre el cordón de la vereda; cuando... etc., etc. El listado de infracciones de tránsito, que son un muestrario de la falta de solidaridad para con el semejante, podría continuar hasta el infinito, por consiguiente, dejo librado a la imaginación -y experiencia- del lector la comisión de las m s audaces y descabelladas formas de conducir, tanto en las calles de las grandes urbes como en las pobladas carreteras o autopistas o en los solitarios caminos vecinales de la ruralia.
Y todo esto no es casual, no es fruto de la perversidad humana ni de la tipología más atrabiliaria que pueda buscarse, según pretenden hacerlo algunos analistas de "café con leche". Estos episodios son causa y efecto de una realidad social selvática, en dónde impera -al igual que en la selva- algo que se creía superado: las hipótesis darwinianas de "la ley del más fuerte". En el tránsito se opera con este criterio, el vehículo mas poderoso, por ejemplo un camión de 40 ruedas, tiene el "derecho" de pasarle por encima a un colectivo y, a su vez, ‚éste tiene el mismo "derecho" de arrollar a un auto y este a otro más pequeño y así sucesivamente, hasta terminar en el más desvalido de todos: el peatón, al cual lo puede atropellar cualquiera, total... no dejar otra cosa que una manchas de sangre y algunas abolladuras en la carrocería.
Algo particular ocurre frente a los semáforos. Quien está detenido primero frente a la luz roja, en cuanto se enciende la luz verde es atosigado -en el mejor lenguaje Isabelino- a bocinazos por los que est n detenidos detrás suyo y a la espera de continuar su marcha triunfal. Es algo así como que hay que tener la capacidad de reacción de un súper auto de Fórmula 1 para ser capaces de actuar rápidamente frente a la luz verde. Los que están atrás no pueden perder un segundo de su vida esperando la puesta en marcha del primero. La bocina, en este caso, funciona como un instrumento de Poder, de poder molestar a los conductores de adelante... y a los vecinos y a los transeúntes.
Pero en esta larga retahíla de sucesos, hay uno que no puedo dejar de marcar, la complicidad de todos los conductores con los policías e inspectores de tránsito -cualquier funcionario que se ocupe de estos menesteres- para obviar el pago de la multa por una infracción cometida, lo cual se produce merced a entregarle en el acto -y en efectivo- una "propina" a dicho funcionario venal. Dialécticamente es tan culpable y responsable aquel que recibe como el que da. Y en esto, con una mano en el corazón y el esfuerzo puesto en la memoria, quién est‚ libre de tal cargo, por favor que me tire la primera piedra (y las que sigan).
Y todas estas conductas relatadas están relacionadas con el "machismo", figura que no significa otra cosa que la exhibición de poderío en algún orden de la vida; en este caso, en el quehacer vial cotidiano. Y tanto hombres como f‚minas son culpables por igual en esta exhibición parfernálica de "machismo".
¨Qué medidas tomar frente a estos episodios?. Obvio es que no faltan los trogloditas de siempre que pretenden aumentar las sanciones en el Código Penal para el que cometa un delito culposo automovilístico y, aún para el que solamente cometa una infracción al Código de Tránsito. Pero frente a estos reclamos, la experiencia de los abogados penalistas demuestra que el aumento de penas, ya sean privativas de la libertad o punitivas no es útil para eliminar el problema que significan estos episodios. Episodios que no solamente cuestan dolor en las víctimas y en sus familiares, sino que también cuestan dinero a las compañías de seguro y a todos aquellos que les hayan destruido un bien que no estuviese asegurado.
Obvio es que la solución no aparece sencilla, pero tampoco se trata de un imposible. La ardua tarea no pasa por campañas de educación vial que se hacen en las escuelas d¢nde los ni¤os aprenden reglas de tránsito y, tras cartón, observan como sus padres -o cualquier conductor- las violan de manera sistemática y consecuente. En todo caso, si aprenden bien las reglamentaciones vigentes, en el futuro podrán ser buenos jueces de Faltas, pero no necesariamente han de ser conductores respetuosos de tales normas. La educación no es una entelequia escindida de la realidad que la circunda, si así se la concibe, entonces fracasará cualquier proyección educativa al respecto. La educación vial no puede ni debe ser un contenido curricular más en el ámbito de la escuela, en todo caso, debe estar incluida integralmente en el respeto por el derecho de los otros -y hacer valer el propio cuando corresponde- a partir de una ‚tica de la solidaridad en lugar de la ética competitiva en vigencia. A mí no me es muy difícil hacer estas reflexiones. Lo que no es sencillo es llevar esto a una práctica concreta y eficaz.
Una manera de aliviar estos males sociales es, por ejemplo, implementar políticas que disminuyan o desalienten el uso de vehículos automotores en las grandes ciudades y, porqué no, en las pequeñas también. No se debe olvidar que la gran mayoría de automóviles particulares funcionan a nafta, lo cual significa una alta densidad de anhídrido carbónico en el ambiente lo cual confluye para aumentar la contaminación del mismo. Pero para ello es preciso que toda campaña que no sea "trampeada" cuente con el aval de los conductores y, para ello, la educación es el mejor instrumento a poner en marcha para lograr un doble objetivo: evitar accidentes y desintoxicar al medio ambiente, lo cual, sin dudas, redunda en beneficio de muchos.
La pobreza urbana -y también la rural- tiene muchas variantes por las que habitualmente transita. No se trata solamente de la indigencia de los muchos enfrentada a la opulencia de unos pocos, que exhiben de manera desembozada su "envidiada" situación. Frente a la realidad caótica del tránsito vehicular, todos, absolutamente todos los que transitan por una calle o ruta, estamos empobrecidos; hasta el conductor aquel camión de 40 ruedas, que puede ser arrastrado por una formación del ferrocarril, está empobrecido, al igual que el maquinista del convoy ferroviario que seguramente también perecerá en el accidente. Y nuestra pobreza no es otra cosa que el resultado de que la vida ha perdido valor, como bien socialmente respetable por y para los Otros. Otros que -si se lo mira con un criterio solipsista- somos cada uno de aquellos a los cuales se desprecia.
Para las compañías de seguro, la vida tiene un valor pecuniario, pero en este caso no estoy haciendo referencia a este tipo de valor. La vida es un objeto valioso para cada uno de los que la viven y para sus allegados e íntimos y, como muy acertadamente fueran definidos -aunque parezca una tautología- los valores, desde una perspectiva axiológica, valen.
El machismo, que ha inundado nuestras vidas a través de los medios de comunicación masiva, se testimonia como una forma de expresión de poderío. Falso, sin dudas, pero es de la manera en que lo representa el imaginario colectivo. Por eso aquello de los primeros párrafos en que afirmaba que las mujeres también son machistas, aún las que militan en movimientos feministas, ya que suelen pretender reemplazar un modelo social injusto por su inverso, es decir, donde la injusticia sería en favor de ellas en desmedro de los hombres; y eso no es justicia, se trata de mero revanchismo ingenuo que -en última instancia- no va a reordenar el sistema injusto en que estamos inmersos.
Para finalizar, vaya un sencillo -pero eficaz- test de medición de ... algo: "Un padre y su hijo viajan en automóvil por la carretera a alta velocidad; sufren un violento accidente y el padre muere inmediatamente. El hijo, gravemente herido, es trasladado en una ambulancia a un hospital cercano. Al llegar es preparado por los médicos para ingresar al quirófano; una vez ingresado, quién acude a intervenirlo quirúrgicamente, cuando lo ve sobre la mesa de operaciones exclama: No puedo operarlo. ­Es mi hijo!. ¿Quién dijo esto último?".
Se esperan respuestas individuales y -por favor- no se haga trampas, la respuesta no puede llevar más de 30 segundos luego de ser leída la pregunta. La respuesta correcta será informada individualmente por correo electrónico o por correo terrestre. Muchas gracias por su atención, pero préstele más atención a sus semejantes que transitan por la vía pública.

Angel Rodriguez Kauth
Profesor de Psicología Social y Director del Proyecto de Investigación "Psicología Política", en la Facultad de Ciencias Humanas de la UN de San Luis.
akauth [at] unsl.edu.ar

 

Notas
(1) Cosa que hizo que algunos psicoanalistas -particularmente Freud- pusieran de moda aquello de la envidia del pene.
(2) Excluyendo los monopatines y los carros tirados por equinos.
 

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Articulo publicado en
Marzo / 1999

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